Relato "El hijo de la mar"


En el cielo, donde el negro daba paso al naranja del amanecer, la luna y sus incansables compañeras las estrellas desaparecían poco a poco, dando paso a un cielo azul, que se tornaba gris a medida que se acercaba una gran nube de tormenta. Un viaje de trabajo que se había tornado en placer pero que ahora se convertía en una rutina más, enfrentarse a lo que se encontraba en el horizonte.
El capitán del navío miraba al cielo, la tormenta no era algo que no hubiesen previsto, aunque había esperado que tardase algunas horas más en aparecer, que les dejase algunos instantes más de paz y tranquilidad. Miro al frente y vio bajo el a sus hombres moviéndose veloces, ninguno había dormido esa noche, no era posible, su misión, su trabajo, había resultado ser más jugoso de lo que esperaban, y sabían que se tendrían que enfrentar a problemas.
También miro a su alrededor, pese a la oscuridad del océano se podía ver la sombra de los bancos de peces, que nadaban cercanos a la superficie, que les acompañaban. Puede que los peces no fuesen el único acompañante marino que tenían, sabía perfectamente que, unos metros más profundo, los tiburones esperaban a que la contienda empezase, a que los cuerpos cayesen y así poder dar buena cuenta de ellos. Y puede que no fuesen las únicas criaturas marinas que estaban esperándoles.
Muchos eran los marineros que se aventuraban a la profundidad del océano, y ninguno volvía para hablar de lo que se encontraba. Tal vez fuesen ciertas las viejas historias, tal vez un millar de sirenas plagaban los mares, esperando a que algún incauto se sumergiese en el agua y llevarse a su reino submarino, del que jamás podría escapar. O tal vez el Kraken nadaba bajo ellos, esperando paciente el momento del ataque y así poder arrastrarles a las profundidades.
Aunque el que menos le preocupaba era Davy Jones, nadie había visto jamás el "Holandés volador", al menos nadie vivo, pero no era un destino tan malo para los marineros, no en vano se trataba de navegar por toda la eternidad por las profundidades marinas, custodiando el Cajón de Jones, y llevando todas las almas que perdían la vida en la mar.
El capitán miro al horizonte, frente a ellos la tormenta, pero moviéndose cercana a la nube encontró dos navíos, dos grandes navíos de guerra que esperaban poder interceptarlos y así quitarles el botín de sus bodegas, y el aliento de sus gargantas. Si caían en sus manos ninguno tendría piedad, sería una lucha a muerte y solo los mejores podían sobrevivir.
Volvió a mirar a sus hombres, había algo extraño en su mirada, algo que de no ser su capitán le habría asustado. No había miedo en los ojos de esos marinos con pocas posibilidades de morir, no había suplica para rendirse y tratar de sobrevivir. No, en sus ojos no había cabida para esas sensaciones, en sus ojos había ansia, había excitación, había fervor. En sus ojos había ganas de luchar, había determinación en morir o vivir, pero con las armas en las manos.
Los cañones estaban engrasados, limpios, nada los obstaculizaba, nada impediría que disparasen. Las pistolas y fusiles estaban limpios, era imposible que se obstruyesen. Y las dagas, cuchillos, espadas, alfanjes, hachas de abordaje y todo posible material que sirviese para cortar estaban perfectamente afilados. No había nada en ese navío que no se pudiese usar como arma.
La esperanza de tener que enfrentarse únicamente a uno de sus dos posibles destinos desapareció a medida que la nube iba agrandándose, engullendo con su sombra los dos barcos que los esperaban. Si querían sobrevivir debían avanzar y esperar a que ni la tormenta ni los barcos les pudiesen hundir. Sus velas eran fuertes, la velocidad era su aliada.
Por último, el capitán miro hacia la parte superior del mástil. Allí ondeaba, tranquilamente mecida por el viento, la enseña de la libertad. Mientras navegasen bajo el pabellón de la negra y los huesos cruzados no pertenecían a ningún rey, no debían servidumbre a nadie, ningún país podía exigirles su fidelidad, eran libres de navegar a donde quisiesen siempre ateniéndose a las posibles repercusiones. Eran piratas, eran los hijos de la libertad, eran los dueños de los mares y nunca rehusaban combate.
-¡¡Izad las velas, grumetes de agua dulce!! No quiero ningún trapo recogido, nuestro destino está al frente, más allá del horizonte ¿Pensáis dejar que nos lo arrebaten?
El navío se llenó de gritos de aprobación a medida que iban cogiendo velocidad, a sus espaldas dejaban el cielo anaranjado para dirigirse al gris que se alzaba frente a ellos. A sus espaldas dejaban la seguridad de la noche para dirigirse hacia el calor de los cañones de sus cazadores. A su espalda dejaban la vida para abrazar la muerte, pero ellos eran libres de escoger el destino que quisieran, y su destino estaba más allá del horizonte.

José Carlos Ortega Díez (@Escritorortega)

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